sábado, 4 de enero de 2014

El Papa Francisco abjura de los panetones

El día 30 de diciembre Joaquín Abad escribió un artículo titulado "Temor en el Vaticano", anticipando una conspiración de los sectores radicales más conservadores de la Iglesia Católica para deshacerse del Papa Francisco, por su actitud reformista.


Por causas que no vienen el caso puedo confirmar que podría haber algo de cierto en el rumor y además confirmar que al Papa Francisco no le gusta el Panetone Vaticano: prefiere los churros con chocolate.
Me lo contaba hace poco en una carta que me envió Su Santidad y que decía esto:

Querido Agustín, mi hermano en Cristo:
Voy a confesarte algo, a ti que me sabes escuchar. Mi pecado más mortal es que me gusta, con verdadera locura, el chocolate con churros, y aborrezco el panetone italiano. Pero, al igual que aborrezco todo tipo de panetone, no puedo decir que me vuelvan loco todos los chocolates, ni todos los churros. Vosotros, feligreses, acostumbráis a decir, sin pontificar, eso de "las cosas claras y el chocolate espeso". Pero yo no estoy de acuerdo con esto. Como Padre de la Iglesia, sólo puedo discernir sobre vuestra afirmación, dado que en mi oficio, como cabeza visible de la Iglesia del Pescador, las cosas van mejor si son turbias, poco claras, misteriosas y etéreas. Y, por ello, prefiero que las cosas sean oscuras y el chocolate claro. Básicamente, para poder mojar el churro en el chocolate y que éste empape profundamente el churro. Me gustan los churros argentinos! Ya sé, Agustín, ya sé, que en España hay churros muy buenos también, ¡y las porras! Pero allá, en Argentina, los churros los tomamos con dulce de leche. Y aquí, en Italia, abjurando del panetone, he descubierto los churros con chocolate. Detesto el panetone, esa magdalena gigante rellena de pasas y otras frutas confitadas. Puaj!



Qué me puedes decir, querido hijo de Dios, de ese olorcillo a churrería callejera? Y de ese olor a feria que se mete entre los tejidos de la sotana, de la estola, de la túnica, del bonete,... Ese churro callejero, ese churro golfo, ese churro canallesco, aromatizado con efluvios de sobaquillo de sacristán de parroquia rural, con esos olores secretos, innombrables e imborrables de entrepierna de novicia,...

Siguiendo tu recomendación para mi mayor seguridad, sigo viviendo en el Hotel del Vaticano, alejado de la Curia y mi asistente marbellí, de la tierra de los tejeringos, entra cada mañana en mi habitación enarbolando en una mano la jarrita con el chocolate recién hecho en la chimenea, a brasa lenta, y en la otra, haciendo equilibrios, una bandejita de plata con los churros. Y tras de él, vienen las Hermanas Madrugadoras: Benilde, Emerenciana, Anselma, Leocadia, y otras cuyos nombres no recuerdo, gritando como palomas vaticanas "Arriba, Padre, que se le apodera la molicie!" Y yo, que es cierto que soy un poco perezoso para levantarme, les digo que preferiría desayunar a solas en mi cama. Pero nada, amigo Agustín, nada! Ellas insisten, "Arriba, Padre, arriba!" y me abren el armario y sacan mi ropa de trabajo. Y yo protesto, protesto y protesto, pero de manera inútil, y les grito "Quiero ponerme mi chándal y mis zapatillas!" También es cierto que lo digo por decir, y ellas lo saben, y como lo saben, sin mostrar ningún respeto a mi desnudez papal, y haciendo como que cierra los ojos (pero miran, que yo lo sé), destapan mi cama y me visten empezando por los calzoncillos y siguiendo el resto de las prendas.

"Tienes que vestir de blanco, Francisco", me dicen mientras arreglan mi cada vez mas ralo cabello, al tiempo que me empujan caminando hacia el balcón que mi ayudante, diligente él, ha abierto ya de para en par "es para ventilar, Eminencia", me dice. Y yo salgo al balcón, y allí estáis todos vosotros, mis adorados hijos, con todo vuestro fervor cristiano, católico, apostólico y romano, en una presencia silenciosa y lejana, abarrotando la majestuosa Plaza de San Pedro. Y ya cuando todas vuestras miradas silenciosas y expectantes se dirigen al balcón, yo me acerco al micrófono y, sin emular a Bono, que mis Hermanas no me dejan, os digo unas palabritas en varios idiomas, porque sé que esto os gusta, y me emociona veros felices como a niños. Pero, lo que realmente más os gusta es el apoteósico momento final, cuando con absoluta solemnidad teatral (mucho más solemne y teatral que Bono, aquí sí) y, aspirando el olorcillo intenso del chocolate con churros que aún me espera en mi mesita, levanto mis brazos y os bendigo urbi et orbi. Y ya después, me voy a desayunar, que veros felices y llenos de gloria siempre me ha dado mucha hambre.


Estimado hermano Agustín, espero verte un día por aquí en visita privada a la Capilla Sixtina y así poder contarte algún que otro secretillo que sé que hará las delicias de tu imaginación.

Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama.

Francisco